Ahí fuera hay un ‘Gran Hermano’ que lo sabe todo sobre nosotros. Quizá George Orwell tuviera razón. Nos adentramos en un mundo vigilado y medido. Varios miles de ingenieros, matemáticos e informáticos rastrean y manejan la información que generamos a cada instante. Una llamada con el móvil, un pago con tarjeta de crédito, un ‘click’ en Internet… datos valiosísimos para un imperio de recopiladores que trabajan para empresas, Gobiernos y partidos políticos. Cientos de miles de ojos pueden adivinar nuestros gustos, nuestras aficiones y hasta nuestras pasiones. No estamos tan solos como pensamos frente al ordenador. ¿Dónde se encuentra el límite de la privacidad? ¿Hasta qué punto es lícito tener acceso a determinada información? ¿Es posible que hoy alguien no sepa absolutamente nada sobre usted? Stephen Baker, autor del libro ‘numerati’, publicado en España por Seix Barral, narra en este texto exclusivo para ‘El País Semanal’ las entrañas de un universo opaco formado por misteriosos personajes que ponen en jaque a legisladores de ambos lados del Atlántico. Los llamados ‘numerati’ controlan hasta nuestros pasos. Y están dispuestos a escribir el guión de nuestras vidas.

El actor norteamericano Michael J Fox padece de Parkinson. Cuando los investigadores clínicos repasan ahora sus programas de televisión de los noventa, mucho antes de que se le diagnosticase la enfermedad, pueden detectar cambios sutiles en su voz y su forma de andar. El actor, sin quererlo, nos presenta el caso perfecto para poder estudiar su comportamiento, ya que ha pasado gran parte de su vida delante de las cámaras. Pero hoy en día no resulta tan distinto del resto de los mortales. Imprevisiblemente, nos adentramos todos en un mundo vigilado y medido.

En Portland, la ciudad más poblada  del Estado de Oregón, tenemos ya una muestra de lo que se nos puede  venir encima. Allí, centenares de personas mayores han invitado a Intel Corp, el fabricante de semiconductores, a colocar sensores en sus hogares. Esta maquinaria realiza mapas de sus movimientos en sus casas y calcula la media de sus pasos. Registra el tono de sus voces y el tiempo que tardan en reconocer a un amigo o pariente al teléfono.  Los sensores debajo de sus colchones no sólo toman nota del peso y de sus vueltas en la cama, también de sus paseos al baño. El cepillado de dientes, las visitas a la nevera a medianoche… Todo queda registrado, y todo viaja a través de Internet a los ordenadores de Intel.

Con este acopio de información, los científicos de Intel están desarrollando  lo que ellos llaman  los puntos de partida de comportamiento de cada hogar. Cualquier desviación de las normas es señal de que algo puede estar fallando. La investigación está en sus albores. Pero, con el tiempo, esperan  programar  los ordenadores para que sean capaces de reconocer  los patrones de las enfermedades desde los primeros estadios de Parkinson o Alzheimer. Confían en que eventualmente se podrán reemplazar enfermeras  bien retribuidas mediante artilugios de vigilancia cada vez más baratos -sin mermar la calidad de vida de los pacientes-.

Mientras se desarrolla ese escenario, una nueva casta de profesionales despunta. Éstos no son médicos ni enfermeras, pero sí especialistas en encontrar patrones significativos entre las cada vez mayores montañas de datos digitales. Les llamo los numerati. Son ingenieros, matemáticos, o informáticos, y están cribando  toda la información que producimos en casi todas las situaciones de nuestras vidas. Los numerati estudian las páginas web que visitamos, los alimentos que compramos, nuestros desplazamientos con nuestros teléfonos móviles. Para ellos, nuestros registros digitales crean un  enorme y complejo laboratorio del comportamiento humano. Tienen las claves para pronosticar los productos o servicios que podríamos comprar, los anuncios de la web en que haremos click, qué enfermedades nos  amenazarán en el futuro y hasta si tendremos inclinaciones -basadas puramente en análisis estadísticos- a colocarnos una bomba bajo el abrigo y subir a un autobús. El publicista Dave Morgan es uno de ellos. Desde su empresa Tacoda, ubicada en Nueva York, ha contratado a estadísticos para rastrear nuestras correrías por la Red y predecir nuestros pasos. La misma tarde que conversé con él vendió su empresa por más de 200 millones de dólares.

No es fácil determinar el número total de numerati, pero a un alto nivel existen varios miles de personas que realizan estas tareas. Y están orgullosos de lo que hacen. Creen que sirve para curarnos, para encontrar amigos, para conocer amantes. Muchos de ellos trabajan en universidades y empresas privadas. Intercambian información en congresos y conferencias. Si bien no puede hablarse estrictamente de una especie de mafia matemática, una parte importante de ellos lleva a cabo estas actividades de manera coordinada. Estados Unidos es su tierra prometida. En Europa, en cambio, regulaciones más estrictas dificultan su tarea, sobre todo en países como Alemania y Francia.

Quiero dejar muy claro desde el principio que esta ciencia, basada en la estadística, determina solamente la probabilidad. No puede predecir con certeza el comportamiento de un individuo. Por eso, los numerati empiezan a proliferar en sectores en los que se pueden cometer errores  de forma regular sin causarse (o causarnos) problemas. La publicidad y el marketing son sus campos de pruebas, y Google, una compañía que resuelve nuestras búsquedas con  escalofriante aproximación en nanosegundos, es el primer emperador del reino.

Llevo meses dando conferencias sobre los numerati por Norteamérica y, cuando describo sus averiguaciones sobre lo que llevamos en nuestros carritos de compra o lo que tenemos en los botiquines de casa, observo que la gente empieza a menearse en sus asientos y a hablar en voz baja con los de al lado. Les preocupa el asalto a la privacidad y les alarma saber que Yahoo! captura una media mensual de 2.500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de usuarios. Al final de las conferencias, alguien suele preguntar si podemos hacer algo para protegernos de los inquisitivos numerati.

Esta creciente preocupación está empujando a políticos y legisladores a ambos lados del Atlántico para poner freno a una forma de marketing por Internet conocida como targeting del comportamiento. Están implicadas compañías como Yahoo! y Google y cientos de pequeñas empresas de publicidad. Llegan a  acuerdos con editores, incluyendo los principales periódicos y revistas, para colocar a cada visitante un código informático identificador conocido como una cookie (galleta). Esto les permite seguir muchos de nuestros movimientos por la web. La mayoría de estas compañías ni siquiera se molestan en conseguir nuestros nombres y direcciones (seguramente eso les daría problemas con las autoridades de protección de datos). Nuestros patrones  de navegación les son suficientes. Un madrileño que lee un artículo sobre París y consulta los precios sobre un tinto de Burdeos tendrá más probabilidades que los demás usuarios, según decide un programa automatizado, de hacer click en un anuncio de Air France. Así que le colocan uno mientras navega por la Red.

Aquellos preocupados con la privacidad pueden borrar las cookies de forma periódica, o incluso dar instrucciones a su ordenador de que no las acepte. Al hacer esto, están optando a no ser tratados como una persona conocida, sino como un punto negro intercambiable. Eso es lo que millones de nosotros hemos sido durante décadas en centros comerciales y supermercados y en las aceras de las grandes ciudades: virtualmente indistinguibles de los demás. Muchos lo asociamos con la privacidad.

Sin embargo, no todo el mundo comparte la misma opinión. Ni de lejos. Sentados uno al lado del otro entre el público, algunos están tan preocupados con la privacidad, que juran «salirse de la pantalla». Pero hay muchos otros que publican los detalles más íntimos de sus vidas en Facebook, MySpace, Tuenti y en las ráfagas de 140 caracteres de Twitter. Mucha de esta gente no tiene inconveniente en contestar encuestas en sitios web de libros, cine o citas. Quieren sistemas automatizados que les conozcan mejor para poder recibir un servicio personalizado o ampliar sus conocimientos de obras de creadores que les son desconocidos.

Hay un foso divisorio entre aquellos que quieren que las máquinas estén informadas y sean inteligentes y los que prefieren que se queden en la oscuridad. Así que la línea divisoria sobre privacidad no es entre los numerati y el resto de la humanidad; existe  (y se hace cada vez más ancha) entre las personas que tienen diferente opinión sobre ese tratamiento de la  acumulación de datos personales. Como sociedades, no tenemos claro todavía qué papel deben tener las máquinas que cada vez más van a ayudar a gestionar nuestras vidas.

También hay algo evidente. Las cantidades de datos digitales que producimos continuarán creciendo exponencialmente. Y si está usted preocupado con la publicidad que estudia su conducta cuando navega por la Red, ya está viviendo un adelanto de lo que se nos viene encima. Veamos Sense Networks. Es una pequeña y joven compañía startup en Nueva York que estudia los senderos que vamos dibujando mientras nos movemos con nuestros teléfonos móviles. En los ordenadores de Sense, cada uno de los millones de personas que rastrean no es más que un puntito parpadeante en un mapa. Pero los científicos de Sense pueden estudiar esos puntos y sacar toda clase de información sobre esas personas. Si el punto se pasa muchas noches en el mismo barrio, Sense puede (cruzando datos del censo) calcular sus ingresos o el valor medio de su vivienda. Los puntos que pausan en paradas regulares camino del trabajo son usuarios de trenes de cercanías. Es fácil ver los que van de copas por la noche. Los que juegan al golf, los que van a la iglesia, los que duermen en distintos sitios, todos están fichados por los datos.

Esto es sólo el comienzo. Mientras el sistema de Sense sigue los movimientos de los puntos, empieza a reconocer patrones similares. Asigna a cada grupo o tribu su propio tono de color. No es posible siempre definir estas tribus, porque los patrones son seleccionados por el ordenador, no por personas. Pero ahora las tribus trascienden los tradicionales segmentos demográficos con los que se han guiado los profesionales del marketing durante décadas. En el esquema de Sense, dos gemelos idénticos podrían tener puntos de colores distintos. Después de todo, conductas similares pueden ser más determinantes que  las mismas edades o el color de piel.

¿Por qué centrarse en todos estos puntos? Supongamos que un cervecero monta una promoción exitosa en los barrios madrileños de Moncloa y Argüelles. Mirando uno de los mapas de Sense, la compañía podría rápidamente ampliar la campaña a otros barrios que estén parpadeando con los mismos puntos. O podría anunciar la promoción en líneas de autobuses que llevan viajeros del mismo colorín. Los políticos, que empiezan a usar técnicas de análisis complejos de datos para llegar a los votantes potenciales, podrían estudiar los sombreados de los puntos en sus mítines. Luego podrían buscar grupúsculos de esas mismas tribus en otro pueblo o ciudad. Un partido centrista podría encontrar que personas en barrios que habían descartado como socialistas o nacionalistas podrían mostrarse receptivas a su mensaje.

El estudio de los movimientos de las personas a través de sus teléfonos móviles es sólo el principio. Con terminales cada vez más sofisticados, entregamos más y más información sobre nuestro comportamiento a los numerati. A través de nuestras búsquedas en el móvil, los anunciantes, por ejemplo, pueden empezar a estudiar cuándo y dónde nos entran el estímulo para ir de compras o las ganas de cenar en un buen restaurante. Nokia contempla analizar a la gente a través de los sitios desde los que envían fotos. ¿Qué puede inferir una compañía sobre los que hacen fotos del palacio de Buckingham o del puente de Londres? No lo sabrán hasta que no estrujen los datos.

Al mismo tiempo que muchos se rebotan por la noción de ser seguidos a través de un punto coloreado, a otros les gusta. En febrero, Google lanzó su programa Latitude en 27 países. La aplicación permite que la gente con  terminales de gama alta comparta datos de localización con sus  amigos -y con Google-. En pocos meses, más de 25 millones de personas se han bajado la aplicación móvil de Facebook. Ésta permite que la compañía de redes sociales, que ya almacena un inmenso tesoro de información personal, estudie los movimientos  y patrones de comportamiento de una comunidad grande y creciente.

Mientras la economía global flaquea, las posibilidades de los numerati aumentan. Sus esfuerzos para ser capaces de refinar las búsquedas de los consumidores potenciales conllevan la promesa de eficiencia y menores costes. En ningún sitio es esto más evidente que en el lugar de trabajo, donde las empresas pueden  escudriñar los patrones de tecleos y de búsquedas en la web. En San Francisco, Cataphora ha desarrollado un método para evaluar a los trabajadores basándose en sus correos electrónicos. Aquellos  cuyas frases son reenviadas más a menudo a los demás son valorados como «generadores de ideas». Y aquellos que transmiten estas perlas reciben buena nota como «trabajadores sociables». En un diagrama que Cataphora preparó para una compañía  de Internet, cada trabajador es representado por un disco de color. Los discos grandes y de colores oscuros son considerados activos y eficaces. ¿Y los pequeños y claritos? Puede que sean los primeros  que se tengan en cuenta para un ERE.

El sistema de Cataphora es primitivo, y los directivos que se guíen a ciegas por él sin duda merecen sus propios pequeños discos claros. Al fin y al cabo, los mensajes más reenviados podrían ser chistes verdes o chascarrillos de la oficina. Estoy convencido de que la cuantificación del trabajador en su puesto está a la vuelta de la esquina. Los gerentes cada vez tendrán más en cuenta sus conclusiones. Y las técnicas se harán cada vez más sofisticadas.

Los investigadores del Massachusetts Institute of Technology e IBM, un referente en análisis del lugar de trabajo, estudiaron recientemente las redes sociales de varios miles de consultores de tecnología de IBM. Se dieron cuenta de que los trabajadores que mantenían mucha actividad de correo electrónico con uno solo de sus superiores traían alrededor de 1.000 dólares más de ingresos al mes que la media; aquellos con una actividad menor, pero mantenida con más de un superior, tenían peores resultados, 88 dólares menos al mes de media. Estas conclusiones no sorprenden. Pero mientras nosotros los trabajadores producimos más datos, las máquinas van a desarrollar unos análisis cada vez más precisos.

No es que los numerati no tengan que asumir grandes retos. Gran parte de los estudios sobre los empleados de IBM están basados en los mismos algoritmos que la compañía usa para mejorar las cadenas de suministro de componentes para sus clientes industriales. Pero los humanos somos distintos de las piezas de maquinaria en cosas importantes. Aprendemos, cambiamos y conspiramos cuando están en riesgo nuestros intereses. Y somos expertos en manipular los mismos sistemas diseñados para vigilarnos y controlarnos.

Para enfrentarse a esta complejidad, los numerati en IBM trabajan con equipos de antropólogos, psicólogos y lingüistas. Su objetivo es colocar a cada trabajador en la función correcta en el momento justo, con sólo el mínimo entrenamiento necesario y rodeado de colegas que lo apoyen para ser tan productivo como sea humanamente posible. Aunque suena un poco tétrico, tiene su lado positivo. Los estudios no dejan lugar a dudas de que los trabajadores de la información más felices son más productivos y se les ocurren mejores ideas. Así que algunas de las premisas para mejorar la satisfacción en el empleo tendrán que encontrar sitio en estos algoritmos de productividad.

Mientras estudiaba los distintos laboratorios de los numerati, llegué a la conclusión de que en algunas áreas, su metodología nos viene impuesta. En la oficina, claramente, muchos de nosotros vamos a ser humildes siervos de los datos. Pero en otros apartados, como citas online, mantendremos el control. Podemos decidir si queremos mandarles nuestros datos (e incluso calibrar cómo de ciertos queremos que sean).

Para un experimento, mi esposa y yo nos apuntamos a un servicio de citas online llamado Chemistry.com. Queríamos ver si podríamos dar el uno con el otro a través de los algoritmos supuestamente avanzados de la compañía. Contestamos a docenas de preguntas íntimas e intrusivas porque teníamos interés en que la máquina tuviese información veraz nuestra y que nos conociese mejor. Al final, la ruta para encontrarnos nos hizo vivir algunas aventuras incómodas (y admito que no me gustaron nada algunos pretendientes que las matemáticas seleccionaron para  mi mujer). No obstante, durante todo el proceso, dimos detalles para nuestros propios fines. Nosotros éramos los dueños de los datos.

Pero me gustaría añadir otra nota inquietante sobre aquellos hogares vigilados de Portland. Casi todo lo que hacemos -si se estudia con minuciosidad- da pistas sobre lo que ocurre en nuestras mentes. Me lo cuentan muchos investigadores. Cuando analizan los cambios en la rutina de las pisadas sobre el suelo de la cocina o el grado de seguimiento de un tratamiento médico añaden: «Esto también nos da una buena lectura cognitiva». Es una especie de dos por uno. Analiza cualquier conducta y obtienes lo que pasa en el cerebro de propina.

Y a mí, hay algo que me da verdadero miedo: se pueden sacar las mismas conclusiones analizando las palabras que escribimos.

La novelista británica Iris Murdoch padeció Alzheimer hasta su muerte en 1999. Años después, los investigadores vieron que el vocabulario de sus escritos empezó a perder su riqueza y complejidad más de una década antes de que se le diagnosticase la enfermedad. Supongo que ya pueden ir comparando estas palabras que están leyendo ahora mismo con mis escritos de los ochenta y noventa y, quizá, llegar a conclusiones parecidas sobre mí. Semana tras semana, todos nosotros agregamos correos electrónicos y otros documentos a nuestros archivos digitales; estamos dejando pistas para que se pueda investigar nuestro desarrollo cognitivo. O su declive.

Tal vez algunos quieran estar informados (tengo claro que yo, desde luego, no). Pero pongamos que le llega una oferta en el correo. ¿Permitiría que le colocasen monitores en casa por, digamos, una reducción de 100 euros al mes en el seguro de salud o en sus impuestos? ¿Y si fueran 500? Con mayor frecuencia vamos a tener que enfrentarnos a estas preguntas. Apuesto a que inicialmente muchos aceptaremos un ojo electrónico para «supervisar» a aquellos de los que nos sentimos responsables. Sí, un sensor para que nos diga cuándo la abuela de 90 años se pasa el día en la cama puede tener sentido… Y las cajas negras que las aseguradoras están probando para medir patrones de tráfico y bloquear el encendido si detectan alcohol o drogas podrán hacer que un conductor novel de 18 años siga vivo (o cuando menos, bajar el coste del seguro).

Por tanto, si la vigilancia tiene sentido para jóvenes y mayores, no pasará mucho tiempo hasta que nos encontremos rodeados de sensores. Nos espiaremos a nosotros mismos y  mandaremos informes digitales. De hecho, el proceso ya está bastante avanzado. Mire todas esas cámaras de seguridad que llevan años en nuestras calles y edificios. Para los numerati, ya estamos entregando las películas de nuestras mundanas vidas en sus laboratorios, cada día con mayor detalle.

Traducción de Antonio Sanz Domingo. ‘Numerati’, el libro de Stephen Baker, está publicado en España por Seix Barral.

Fuente: http://www.elpais.com/articulo/portada/Nos/vigilan/elpepusoceps/20091122elpepspor_9/Tes

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