En el futuro todos seremos imbéciles. No me refiero a un deterioro de la especie, sino a la imagen colectiva que posiblemente dejará nuestra época. Si los arqueólogos del porvenir estudian nuestro comportamiento virtual, encontrarán una civilización del equívoco. Imaginemos que los libros desaparecen y las únicas pruebas de nuestro paso por la Tierra son los mensajes digitales. En ese horizonte sombrío, Wikipedia, Facebook y Twitter tendrían la importancia del Código Hammurabi, la piedra Rosetta y las inscripciones cuneiformes en el palacio de Nabucodonosor II. Sería gravísimo que los ciberarqueólogos fueran personas bienintencionadas, dispuestas a tomar en serio el vertedero virtual y suponer que nuestros chats y blogs transmiten verdades.

Las vidas reconstruidas a partir de Wikipedia serían muy poco ejemplares, por no decir calumniosas. Esa herramienta tribal incluye las ocurrencias de impulsivos enciclopedistas. A veces uno desearía que fueran ciertas (a mí me asignaron un consulado en Barcelona), pero casi siempre son dudosas. ¿Y qué decir de Facebook y Twitter, donde una persona se puede inscribir con el nombre de otra para despotricar hasta la abyección? Abundan los casos de comentaristas clonados por adversarios que les hacen opinar en la red lo contrario de lo que escriben en la realidad. ¿Y si solo sobreviven en ese mundo al revés, como némesis de sí mismos, apoyando en la posteridad lo que detestaron en vida?
No hay identidad a salvo. Cualquiera puede suplantar a cualquiera. El resultado es el opuesto al del Carnaval. Las máscaras venecianas permiten una rara sinceridad; al amparo de un disfraz, se puede decir lo que uno desea sin que eso resulte comprometedor. En cambio, en Facebook no te vuelves Yolanda para ser tú mismo, sino para desprestigiarla a ella. Nunca la inexactitud había dejado tantos rastros.
Más allá de la pésima imagen que estamos construyendo para los arqueólogos futuros, la incontrolada red comienza a vulnerarnos. Sé de personas que han perdido amistades, romances y trabajos porque un usurpador escribió desastres en su nombre.
Hace unos meses, fuimos víctimas en México de una extorsión virtual de compleja dramaturgia. Mi esposa recibió una llamada de «Guadalajara», de parte de un «comandante» que estaba haciendo un «trámite aduanal» con mi «sobrino». En un tono educado demostró estar muy al tanto de los movimientos de la familia. Luego le pasó el teléfono al «sobrino» para que precisara detalles hasta llegar a una anécdota, perfectamente verosímil, que justificaba que nos pidiera dinero para liberar unas mercancías de la aduana. Los datos eran tan convincentes como las voces. Mi «sobrino» mencionó mascotas, una mudanza reciente, el lugar donde vacacionaba su abuela, el equipo favorito de su tío. Los passwords cotidianos eran correctos. Además, el «comandante» dio teléfonos de contacto y una cuenta bancaria. El fantasma del delito, presente en todo mexicano, era derrotado por la precisión fáctica.
Lo único extraño del asunto es que no se trataba de mi pariente. Habíamos caído en la realidad entre comillas del secuestro virtual. Cuando íbamos a hacer un depósito, localizamos a mi auténtico sobrino. Luego supimos que el montaje no es tan inusual. ¿Cómo se obtienen los datos para esa puesta en escena de rigor naturalista? En Facebook.
La invasión de la intimidad ha dado lugar al libro Numerati, de Stephen Baker. Vivimos en un entorno que almacena información privada. El carrito que empujas en el supermercado ofrece una estadística de tus preferencias. Lo mismo sucede con los sitios que consultas en internet y los teléfonos que marcas. «Yahoo captura una media mensual de 2.500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de usuarios», comenta Baker. Hay investigadores dedicados a convertir cifras y marcas en patrones de conducta. Son los numerati.
Los sabuesos de datos se declaran inofensivos: desean ayudarnos a encontrar los productos, las parejas y los viajes que buscamos. Al hacerlo, benefician a terceros que cobran por nuestras necesidades. El problema es que violan todas las cerraduras y ponen en evidencia la indefensión en que vivimos. De sobra está decir que conocer al dedillo a un persona no siempre sirve para ofrecerle vino de Rioja.

En un artículo para El País Semanal, comenta Baker: «Las cantidades de datos digitales que producimos continuarán creciendo exponencialmente. Y si usted está preocupado con la publicidad que estudia su conducta cuando navega por la red, ya está viendo un adelanto de lo que se nos viene encima. Veamos Sense Networks. Es una pequeña y joven compañía startup en Nueva York que estudia los senderos que dibujamos mientras nos movemos con nuestros teléfonos móviles». Las rutas de quienes hablan por teléfono trazan un mapa. Así se sabe quiénes van a un bar o a un gimnasio, dónde duermen, qué almacenes visitan…
Estamos fichados. El «ser en sí» de los filósofos se esfumó. La intimidad pertenece a la nostalgia y en el futuro seremos recordados por lo que no escribimos en MySpace.

Por Juan Villoro, escritor (EL PERIÓDICO, 21/12/09)

Fuente: Bitácora Almendrón

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