Por Leonardo Tarifeño

Negocio megamillonario, que abarca un universo de productos que va del software a las zapatillas y de la música a los anteojos y películas, el pirateo está tan extendido que el país figura al tope de los rankings de países que violan la propiedad intelectual. Cómo es vivir de esta economía ilegal, el creciente debate sobre los derechos de autor y el sharing como nuevo código de la cultura digital.

La Salada, ícono y emblema de la copia ilegal en la Argentina, recibe 50.000 visitantes diarios en su superficie de 185.000 metros cuadrados. Pero la industria nacional de la piratería no empieza ni termina allí. Para la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos, la situación es lo suficientemente grave como para incluir al país en la lista de los tres primeros, junto con Chile y Venezuela, que más violan la propiedad intelectual en la región. El campeonato mundial de lo falso se juega con camiseta celeste y blanca. Y tiene sedes y jugadores inesperados, de una habilidad tal que parece imposible detenerlos.

«¿Qué estás pensando?», pregunta Facebook. El domingo pasado, en una casa de Colegiales, la respuesta no llegó a través de un teclado, sino en vivo y en directo. Decenas de jóvenes convocados vía Internet, que hasta entonces no se habían visto nunca, se reunieron en un amplio y confortable living para intercambiar los archivos (películas, música, libros, entre muchos otros) que guardaban en los discos rígidos de sus respectivas computadoras. En apenas unos minutos, los chicos descubrieron que los unían gustos, intereses y amigos en común. Uno tenía la película que otro jamás había podido ver; discografías completas de distintos artistas viajaron de mano en mano y de pantalla a pantalla. El evento duró hasta la medianoche, incluyó una intervención sonora y taller de fotografía, y demostró que la interconexión de la red social no se limita a clickear sobre imágenes, causas o links. Y el buen ánimo, la amistad exprés y la camaradería instantánea resultaron tales, que a la hora de actualizar su estado en Facebook, alguno de ellos bien podría haber escrito: «estoy pensando en cambiar el mundo».

Poco antes de la cita de Colegiales, en algún lugar del Abasto, el joven al que aquí llamaremos Jorge avanzaba entre las mesas de un restaurante peruano para ofrecer unos 200 sobres con películas y discos a los comensales. El menú cinematográfico era tan amplio como el gastronómico: obras maestras de Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme, la saga completa deEl padrino , animación infantil, el realismo social de Elefante blanco y algunas aún no estrenadas, como la nueva versión de Los tres chiflados (en la música, la gama se limitaba al furor tropical del reggaeton, la cumbia, la salsa y el bolero). Jorge llegó de Cajamarca, en el norte peruano, hace poco más de un año.

En Buenos Aires tiene novia, peruana también, y dentro de cinco meses nacerá su primer hijo. Trabajó en un restaurante de la zona hasta que se cansó, y desde enero pasado vende CD y DVD pirateados a un público que conoce bien. «Somos cuatro los que copiamos y vendemos -cuenta-. Las películas están a 10 pesos, y los discos a 8. No todos los meses son iguales, pero en el que peor nos va sacamos más de 3000 pesos cada uno. No es mucho, aunque por ahora nos alcanza.» Jorge apuesta a este negocio para mantener a su familia en vías de desarrollo. Y no cree que su trabajo tenga nada de malo. «En mi país es algo corriente, acá también. Si realmente causara problemas, estaría prohibido», dice.

 

 

 

La Salada, símbolo de un país en el que lo «trucho» mueve una gigantesca economía. Foto: Rodrigo Néspolo
 

 

-Pero está prohibido-, le explico.

-Ya sé. Más prohibido, digo. Quiero decir, que no dejarían hacerlo.

-No se puede estar «más prohibido». Se prohíbe o no se prohíbe. Copiar una película es ilegal, y vender esa copia también.

-¿Pero cómo va ser tan ilegal si lo hace todo el mundo?

Casi con las mismas palabras, la marplatense que aquí llamaremos Claudia defendió lo que según ella es su «ingreso extra». Claudia tiene 47 años, por Internet conoció a Pablo, de Llavallol, y en 2008 se fue a vivir con él. Poco tiempo después, la pareja se rompió y Claudia quedó sola, sin trabajo, y con muy pocos ahorros para darle forma a un futuro que hasta entonces parecía quebradizo. No quería regresar a Mar del Plata, así que se mudó al departamento de una amiga en Caballito y empezó a ganarse la vida con lo que la vida le ofreciera. Primero dio clases de inglés, de noche cuidaba niños, de día se convertía en «mistery shopper» para tiendas de electrodomésticos. Hasta que el novio de su amiga le enseñó a bajar películas. «Si no tenés contactos, no podés vivir como profesora. Y con los niños pasa más o menos lo mismo -explica-. Lo de ?mistery shopper’ no es fijo, te llaman sólo cuando te necesitan. Yo necesitaba un ingreso extra, y mis amigos me animaron a vender películas, por correo me presentaron a muchos amigos suyos. Y de a poco armé una red, que me permite ganar entre 2500 y 3000 pesos mensuales». Claudia ofrece películas de reciente estreno y consigue todo lo que le piden. Con ese material organiza un catálogo propio que envía por e-mail a sus contactos, y entrega cada pedido de manera personalizada. Por la manera en que cuenta su repentino éxito laboral, la piratería le parece una opción laboral como cualquier otra. Y de ningún modo cree que por descargar y vender sin ninguna autorización se haya convertida en enemiga del cine. «Entiendo que la piratería a gran escala es negativa para la industria, pero algo tan chiquito como lo que hago yo debería estar permitido -concluye-. No es lo mismo el que vende en La Salada que alguien como yo.»

La reunión en Colegiales, la venta mesa-a-mesa de Jorge y el «ingreso extra» de Claudia son apenas algunos de los rostros que la piratería tiene en la Argentina. El mercado de La Salada es el más imponente; el goteo casi inadvertido del peruano del Abasto o de la marplatense sin trabajo fijo representan el otro extremo de un mundo que crece al amparo de una época que aún no ha encontrado su ley. Por su parte, las cifras argentinas hablan por sí solas. De acuerdo con estadísticas de la Cámara Argentina de Productores de Fonogramas y Videogramas (Capif), el comercio ilegal de películas en el país mueve más de 1150 millones de pesos, más del doble de lo que genera la venta legal. Y menos del 1% de los argentinos que bajan y escuchan música por Internet descargan las canciones desde los sitios permitidos. Las denominadas Industrias Protegidas por el Derecho de Autor (IPDA) constituyen entre el 2 y el 6 por ciento del PBI de los países del Mercosur, y la caída en las ventas de discos ha impactado en la pérdida de puestos de trabajo. La relevancia del asunto ha convertido a la piratería en una cuestión nacional que, como muestra la advertencia de la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos, tiene efectos internacionales.

Raíces profundas

Y es que la piratería en la Argentina tiene raíces tan profundas que, en esta misma semana, estudiantes del Carlos Pellegrini tomaron el colegio para reclamar por un buffet… y una fotocopiadora. «En el mundo de los libros hay tres clases de piratería, y lo que se hace con las fotocopias en las escuelas y universidades es una de ellas porque las fotocopias no pagan derecho de autor», puntualiza Pablo Avelluto, director editorial de Random House Mondadori. «Las otras formas de piratería son la impresa y la digital. En la impresa, grupos de personas detectan libros de fondo o de éxito, los escanean, los imprimen y los comercializan a precios bajos. Y en la digital, el modelo es a través de sitios de descarga, como ha ocurrido en los casos de la música y el cine. Esto es muy difícil de evitar, aun cuando hay precauciones tecnológicas que nosotros y muchas otras editoriales tomamos. Pero en la medida en que un libro se convierte en un archivo de información digital, se puede piratear.»

Según Avelluto, «es difícil medir el impacto económico de la piratería. De hecho, nosotros no podemos saber cuánta gente dejó de comprar un libro determinado porque haya versiones piratas de ese mismo libro en físico o digital. Por otro lado, en la Argentina aún no hay una gran diseminación de los dispositivos de lectura electrónica, y por eso tiene más peso económico lo que se hace en los centros de estudiantes. Yo diría que el impacto es significativo, sí, pero creo que sobre todo se trata de un impacto cultural». Internet cambió la manera de escuchar música; ahora, con el libro convertido en un archivo sin peso ni volumen, podría estar a punto de transformar la forma de leer.

Como en casi todos los países del mundo, la ley argentina (11.723) que regula la propiedad intelectual fue discutida y sancionada en un mundo analógico, pre-digital, con escasos puntos de contacto con la era de Internet. Urge una ley nueva, acorde a esta época, y los debates mundiales entre especialistas florecen sin llegar a ningún acuerdo. Mientras tanto, los reclamos comienzan a sonar cada vez más fuerte. En el reciente congreso «Digital law» que tuvo lugar en Barcelona (organizado por el Colegio de Abogados local), el profesor de Harvard y creador del sistema de licencias Creative Commons, Lawrence Lessig, exigió la lisa y llana desaparición de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE, el equivalente español a la argentina Sadaic), por considerar que corresponde a un modelo perimido. «Estas sociedades que recogían los royalties han sido una manera muy eficaz de proteger a los autores desde el siglo XIX, pero hay que probar otros modelos para ver cuál funciona porque éste ya no lo hace» , sentenció. En la vereda de enfrente, la española SGAE se atrincheró en propuestas también extremas, como la de hacerle pagar a los peluqueros un canon por utilizar música en sus establecimientos. «Igual que paga el agua o la luz, ¿por qué un peluquero no ha de pagar 5,5 euros al mes por poner música?», se preguntó Pablo Hernández Arroyo, subdirector de la SGAE. La polémica posterior a ambas sugerencias borró la posibilidad de algún punto intermedio.

La discusión acerca de lo que debería ser el copyright en los tiempos actuales incluye ideas de todo tipo, desde las más restrictivas y conservadoras hasta las aperturistas, pero aún no se han plasmado en una legislación que abra el camino global hacia la regulación de Internet. Mientras tanto, ante ese vacío apenas llenado por normas de otros tiempos, la piratería florece. En distintas intensidades igualmente clandestinas, al margen de la única ley disponible, en busca de valores de la cultura cibernética que los aleje de la condena social.

 

 

 

El pirateo de marcas y una cultura de la ilegalidad. Foto: Sofía Lopez Ma-an
 

 

Uno de esos valores es el sharing , la predisposición a compartir. En la cultura digital se comparte desde la intimidad a la música, y por eso en el encuentro de la casa de Colegiales se hablaba más de «descargar» que de «piratear». Alguien que descarga, comparte; alguien que piratea, vende y lucra. La diferencia no es menor, aunque para los damnificados (los músicos, los escritores, los realizadores cinematográficos) sólo es sutil. En esa línea, la víctima económica más radical de la nueva era es la española Lucía Etxebarría, ganadora en 1998 del prestigioso premio Nadal, quien en diciembre pasado anunció que, si la descarga de sus libros continuaba alegremente, ella dejaría de escribir. «Como he comprobado que se han descargado más copias ilegales de mi novela que copias que han sido compradas, anuncio oficialmente que no voy a volver a publicar libros en una temporada muy larga. No al menos hasta que esta situación se regule de alguna manera. A mí no me apetece pasarme tres años trabajando como una negra para esto», señaló en su página de Facebook. En la Argentina, si bien la mayoría de los escritores se quejan cuando advierten que sus libros han sido pirateados, existe el caso opuesto de Adrián Paenza, quien colocó todos sus libros a disposición del usuario online en la página de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

«En mi blog debo haber subido más de 350 discos. Lo mantuve tres años, hasta que Blogger me mandó tres advertencias y lo cerró. Pero ahora volví, con un nombre parecido», dice «Pinchepelotas», apodo del bloguero argentino que es una auténtica referencia en la cultura delsharing . Para «Pinchepelotas», subir música a un blog constituye el equivalente 2.0 al préstamo de un cassette en los años analógicos. «Antes, un amigo te pasaba la música que le gustaba; ahora subís la música, aparece la gente con gusto parecido desde cualquier lugar del mundo, y te hacés amigo después. Pero es lo mismo.»

-¿Te sentís un pirata?

-No, aunque para algunos debo serlo. No me identifico para nada con el tipo que vende películas en Florida, no veo ningún compromiso sentimental en él. ¿Cuál es el límite de la piratería, quién es pirata y quién no? Yo no lo sé. Si me parezco a alguien, creo que estoy cerca del tipo del negocio de discos al que yo iba de chico. Me pasaba toda la tarde en la disquería y al final él me grababa un casete TDK con los discos que, por caros, no me podía comprar. El vendía, yo no, pero el espíritu es más o menos el mismo.

Con ese espíritu creció Taringa!, el sitio argentino que Alberto Nakayama y los hermanos Matías y Hernán Botbol compraron y relanzaron en noviembre de 2006. Hernán define a Taringa! como una «red social de contenidos» y recuerda que, aunque en algún momento se haya convertido en sinónimo nacional de descargas gratuitas, sólo el 3% del tráfico de esa red se dirige hacia páginas que albergan links para bajar música, películas o libros. Claro que ese 3%, en un sitio con más de 18 millones de usuarios registrados y 70 millones de usuarios únicos, supone muchísimas personas. «Está claro que el actual modelo de negocio en Internet no es equitativo -apunta Botbol- y de a poco siento que vamos hacia uno en el que habrá beneficios para todos. Así como no se debería criminalizar a aquel que descarga un contenido con la intención de compartirlo sin fines de lucro, tampoco es justo que el creador de una obra no reciba lo que merece por su trabajo. Es posible que en el futuro todo esté en la nube de contenidos, y haya distintos modos de acceso. Mientras tanto, los sitios deben crecer y enriquecerse.» Con la mira puesta en los proyectos Taringa! Musica y Taringa! Juegos, Botbol subraya que Internet no es solamente el paraíso de la descarga gratuita. Y que en la apuesta por una Red más diversificada puede estar el destino de la regulación que los empresarios de Internet también esperan como el agua.

La pregunta que subyace es cómo cambiar y desarrollar una cultura de lo gratuito que ya tiene sus propios héroes, tradiciones y valores. Intervenir con grandes transformaciones en ese mundo parece tan difícil como combatir la piratería, una vez que en sí misma cobija distintos modos de vivir y explotar la ilegalidad. Así, mientras empresarios, filósofos, editores y blogueros cuentan qué piensan en sus respectivos perfiles de Facebook, en la Argentina espera, agazapado, el Partido Pirata ( www.partidopirata.com.ar ). El poder siempre es transversal y el grupo reunido en este sitio pone la lupa en la información que el Estado controla con la SUBE, debate el acceso al bien común y se lamenta que la próxima película biográfica sobre Jimi Hendrix no pueda incluir, por razones de propiedad intelectual, música original de Hendrix. Son anarquistas, hackers, piratas en el sentido cultural del término. En la Argentina, donde todo siempre parece posible, hay quien pretende convertir a la política en una forma de la piratería. La época propone límites tan borrosos que es difícil adivinar si se trata de una apología de la delincuencia o de la lucidez.

1150 millones de pesos

es el volumen del negocio de películas piratas frente a casi 220 millones de las legales

1 % de los internautas

compra música digital a través de servicios digitales legales

PIRATERÍA «ORIGINAL»

El caso de la música llamada «tecnobrega», surgida en Belém do Pará, en el nordeste brasileño, es el primer gran ejemplo de la desaparición de los límites entre lo «pirata» y lo «original». El asunto es motivo de estudio en las universidades europeas y protagoniza el documental Good copy, bad copy, de los daneses Andreas Johnsen, Ralf Christensen y Henrik Moltke, disponible gratis en la Red.

En Belém, grupos de DJ toman fragmentos de canciones populares, desde el pop de los 80 hasta la «brega» de los 70 en Brasil, y le agregan melodías en teclado y un ritmo de música electrónica muy bailable. Al entrar en otro contexto musical, el fragmento de la canción original se convierte en algo nuevo; luego, una vez grabada la versión adaptada al lenguaje de «tecnobrega», los discos se graban directamente desde la computadora del DJ, se colocan en sobres y pasan a venderse en los mercados populares como el Ver-o-Peso, situado a la vera del río Amazonas, en el que el paraense compra desde pescado hasta indumentaria o electrodomésticos. Allí, el público escucha y compra lo que acaba de salir, y si le gusta asiste a las fiestas donde también se venden los discos. ¿Qué es pirata y qué no en la «tecnobrega»? ¿Puede hablarse de piratería «original»? El fenómeno ha llamado especialmente la atención porque prescinde por completo de todo lo que conformaba el modelo de negocio de la era analógica: decae la idea del artista que toca un instrumento solo en un estudio, se borra la necesidad de una empresa discográfica y desaparece el intermediario oficial de la tienda de discos, reemplazado por el vendedor ambulante de mercado popular, que vende a precios muy bajos. Los ingresos, cuantiosos, llegan por la venta de discos y de entradas para los shows de los DJ. La «tecnobrega» es el último fenómeno musical de Brasil, y representa una fuerte innovación tanto en el terreno sonoro como en el comercial y de marketing.

Fuente: La Nacion

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